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Bien aprendí a esconderme detrás de tus manos sucias, cuando la broma que entendías por “realidad” fue reemplazada por la broma que diseñaste con “sueños” y esos se perdieron cuando quebraste la última hoja seca que te dejó el otoño.

Y decidiste armar el rompecabezas hasta que notaste que no tenías las piezas indicadas, sino que agrupabas los montones de nada cuando el tiempo se dio vuelta.

Y sacaste la libreta con todos tus planes, a, b, c y anexos, el x en caso de emergencia y una mascarilla por si me mareaba en el vuelo, pero me mareé con tu variación de gravedad, cuando todo pesaba menos y de pronto pesaba más. Como las malas terminaciones del bolso o de mi piel, la cicatriz de mi rodilla o el espejo colgado detrás de la puerta. Mientras tanto intentaba leerte y vaciaba el frasco de píldoras para dormir y me acerqué a ti en modo a prueba de fallos.

Y culpamos al maldito inconciente colectivo de enseñarnos a ponernos de pie cuando habríamos deseado estar algo así como seis pies bajo tierra.

Tal vez sucedió porque nadie lo había comentado o porque la Luna se eclipsaba a esa hora en Irak y un niño sonreía agitando sus manitos.

Entonces murmuraste algo que no entendí, pero claro, no importó más de lo habría importado si tu gato entraba a la pieza o no. Cerraste los ojos y mis pasos se fueron torpes hasta tu pecho y no te toqué hasta que me despertaste.

Porque sigues siendo un átomo de hidrógeno en mi vaso de agua.